domingo, 11 de enero de 2009

Días perros. IV


Días perros IV

La gente me deja recuerdos en la puerta del bar, hay que ver cómo se preocupan, cómo me miman. Si fuese por mí, guardaría todos ellos para colocarlos en alguna estantería donde pudiera mostrarlos a todos y cada uno de ellos. Les tomo aprecio enseguida. Sombreros, guantes, ojos de vidrio, cascadas amarillas, animales eléctricos, montañas de agua, hierro y vino, manos de topo, maná, velas para el día de muertos, altares, folletos con cupones de descuento.

Pero no todos comparten la misma idea. Hay quienes regresan al bar en algún momento a reclamar lo que cedieron días antes, hay quienes antes de entrar chocan con la puerta, salen con la mirada puesta sobre los hombros y deambulan de nuevo ciegos por la ciudad; hay quien llega empapado de lluvias amarillas y olvida quien es, hay incluso (¡qué decir de él!), quien saca a pasear sus langostas por la calle y termina colgado en las farolas como perchera humana. Son amigos que comparten el aroma del café en esta sala, fantasmas de otras épocas, conjurados por quienes saben del valor de la proyección del pasado en lo futuro para ver la niebla (temible herida del monte), como una isla que salva al naufrago, o como el naufrago que da sentido a la isla. Todos son recuerdos, regalos que otorgan cenizas bellas, rostros plasmados en óleos y seducidos por las tumbas.

Y son perros, todos ellos. Carros que apuntaron al cielo. Pianistas con dedos de púa. Botellas vacías que surten luz. Secadores como labios, labios como besos grotescos, asientos rojos de rojos recuerdos.

Tres tristes tigres poetas sentados en un trigal, tragan poesía de trigo, duermen tristes en el río. Y no. No es cosa seria.

Ahora sueño.

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